Cuando era una niña mi mamá me llevó a ver al Papa,
era Juan Pablo II. Pasó en su papa móvil muy cerca de la casa y ahí lo vi. Mientras todo el mundo se emocionaba y lloraba, yo pensaba “¿Por qué no siento
nada?” Quizá era demasiado chica para entender quién era. Hoy sé quien es y
bueno, el asunto de los pederastas no ayuda a que sienta algo bueno por él. En
fin.
Pasaron los años y me distancié de la Iglesia. En una
época en la que me mudé a la Ciudad de México me quise acercar, pensando que
era el refugio de todos ¿no? pero no encontré paz, ni milagros, vaya, ni
siquiera buenas vibras. El grupo de la Iglesia era muy celoso de su territorio
y una extraña causaba recelo. Jamás regresé.
Encontré otro camino; la meditación. Y sentí paz,
después de años de caos sentí paz y me gustó. Regresé a Villahermosa y continué
meditando. Conocí a otras personas que creían lo mismo que yo y mi abuela me
dio por perdida al andar creyendo en cosas que para ella “Son del diablo”.
Con el tiempo me aburrí de Villahermosa, de mi vida.
Estaba sumergida en una rutina demasiado cotidiana para mi. Necesitaba emoción,
adrenalina, una motivación más allá de esperar la quincena. Se atravesaron las
elecciones y me metí de cabeza.
Entonces conocí a alguien que me hizo pensar más allá
de lo que siempre había pensado. Alguien con quién podía conversar de temas con
los que nadie más podía y como que me enamoré (pero esa es otra historia). Lo
importante es que me hizo reconciliarme con la religión, me sembró una
perspectiva diferente y bajé la guardia con la Iglesia.
Recordé lo que tanto me dijeron de niña “Sigue la
luz, no al iluminado”.
De nuevo en el D.F. (perdón la Ciudad de México)
Llegué con toda la ilusión y las ganas de encontrar
la manera de dedicarme a lo que tanto me gusta: escribir. Y por un lapso
(corto, como de dos meses) todo iba bien. Meditaba todos los días y sentía como
avanzaba en lo que quería, pero de repente el drama se apoderó de mi vida y
llegó una temporada de tristeza, enojo y frustración.
Una faceta de mi vida se medio acomodaba y otra se
caía por un precipicio. Pasaron los meses y un día, mientras cenaba con unas
amigas, les contaba todas las ideas llenas de coraje que pasaban por mi mente.
Ambas me convencieron de darle una nueva oportunidad a mi fe.
“Reza Sof, si
no quieres ir a la Iglesia no vayas, pero reza. Te va a dar paz”
Y si, comencé a rezar. No podía meditar bien porque
mi mente era una revolución, pero si podía rezar. Podía hablar con Dios y
decirle todo lo que sentía, pidiéndole que se pusiera las pilas; que sacara el
odio de mi corazón y me diera chance de ser feliz. En menos de quince días
ocurrió un milagro… y fui feliz. Muy
feliz. La mujer más feliz.
Ahora llegó el Papa Francisco, y aunque me eché una
discusión sobre que tan bueno o malo era, la verdad es que la curiosidad me
ganó y lo escuché. Sus palabras me llegaron y asumí mi parte de
responsabilidad. Por un momento sentí paz.
Aclaración: Esto no cambia mi postura de rechazo al
circo mediático que ha causado su venida a México. Siento que todo esto ha sido
explotado por el gobierno, pero eso es otro tema.
Hoy en la mañana no pude meditar. No tengo cabeza
para hacerlo, quizá la semana que entra que esté más tranquila. Quizá en un mes
que haya asimilado las cosas. Quizá mañana que amanezca con mejor ánimo, hoy
no. Pero siempre puedo rezar.
Siempre puedo tomarme un momento para hablar con Dios
mientras lloro. Siempre puedo sentarme y confesarle mis miedos, mi coraje, mis
dudas y vaciar mi cabecita loca con él para pedirle lo mismo de siempre; paz y
felicidad.